No tardó mucho Oscar Domínguez en decidir hacerse pintor tras su llegada a París, procedente de su Tenerife natal. Quiso el azar que aquel joven elegante que, de smoking y al amanecer, supervisaba los negocios plataneros que en París tenía su familia, cayera en los entonces revolucionarios círculos artísticos de Montmartre y Montparnasse. Entonces, el escéptico vitalismo de Dadá había dado paso ya a la pretenciosa y utilitaria revolución surrealista del señor Breton. Y, con ello, el instinto de sobrevivir de los profesionales del arte hacía inexistente el paréntesis de no mucho porvenir de los dadaístas. El Arte volvía a vestirse con mayúsculas y volvía a encontrar y asumir un papel social: una sonrisa de alivio asomó a los labios de pintores, críticos, teóricos, marchantes, coleccionistas, banqueros, políticos y público en general. Ya había pasado lo peor e, inclusive, la broma dadá podría dar aún mucho juego en el futuro.
Y si uno se detiene ante la obra y vida de Oscar Domínguez no puede sino sorprenderse ante este hombre que se debatió entre tantos estilos y tendencias sin apropiarse, personalizandolo, de ninguno de ellos; que se debatió por una parte entre el desenfado dadá hacia la obra y el trascendentalismo surrealista, por otra. Una obra que realizada dentro de la pretensión de las teorías de los surrealistas se nos dibuja ahora en el recuerdo como la no muy feliz iconografía de alguna secta religiosa desaparecida. Y si sus productos coinciden con los de algunos dadaístas -hallazgos técnicos que pronto son olvidados, utilización de objetos reales, afición a los artilugios mecánicos, etcétera- el resultado es muy diferente. Lo que es en unos elección y humor, pura actitud, aparece en el surrealista como condensación simbólica, mundo de los ensueños y de los presagios, pura intención. Da la impresión de como si el pintor buscara en su obra una manera de interpretarse y definirse. Así, a veces encuentra su medio de expresión entre la escenografía surrealista, y otras lo busca en el pastiche, muy años cuarenta, de la obra de Picasso y de Chirico. Es Domínguez también primer mentor de un hallazgo técnico por él muy usado, la decalcomanía sin objeto alguno, hallazgo que abandona pronto y que Ernst tan bien sabrá utilizar. Su incontenible vitalismo hizo que, al contrario de muchos otros surrealistas, no pudiera detenerse en ningún estilo. Pero si Picasso y Picabia, por ejemplo, atravesaron, a lo largo de su muy dilatada obra, casi todos y casi cada uno de los estilos pictóricos del siglo, de una forma original, magistral y no mimética, fue porque supieron elegir bien y porque su mundo era el de la invención. Oscar Domínguez, por temperamento, pudo estar cerca de los dos, pero la mala suerte ayudó a que se sumicra en la Academia Breton. Los surrealistas quisieron ser como dioses, pero no pasaron de pitonisas de residencia estudiantil. Un poeta español, poco dado a surrealismos, dijo en una ocasión que no habla «charlatanería más vana que la del subconsciente abandonado a su trivialidad». Tanto es así que la obra de los más de los surrealistas sugiere tan sólo al espectador la posibilidad de haber encontrado un buen tema para una tesina de licenciatura. No es en vano el que todos los modos no sean modas y viceversa.
Óscar Domínguez, le dragonnier des Canaries, pasó trepidando por el arte y por la vida. Muchos amigos de entonces aún le recuerdan con cariño y admiración. Un buen día, abrumado por el papel a que le había llevado el arte, el de pintor de salón, y por la deformación progresiva de su cuerpo, debida a una acromegalia (su último objeto surrealista), profundamente decepcionado, puso fin a sus días en la nochevieja parisiense de 1975.